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Fake news y desinformación ¿Y si empezamos a sentirnos responsables?

Si nadie le pone freno, caminaremos hacia una sociedad manipulada a base de algoritmos

Cuando hablamos de sostenibilidad empresarial o de responsabilidad social corporativa enseguida nos vienen a la mente, a grandes rasgos, las tres dimensiones imprescindibles para la reputación y el buen desarrollo de una marca: la medioambiental, la económica o de buen gobierno y la social, referida a todos los aspectos relacionados con el respeto a los derechos humanos. Sin embargo la realidad nos exige que introduzcamos de forma urgente una cuarta dimensión muy amplia: la de la comunicación, que engloba también los aspectos relacionados con el marketing, la información y la publicidad.

Hace alrededor de medio siglo hubo grandes empresas que empezaron a expandirse y a crecer económicamente sin un control sobre su contaminación e impacto ambiental. Buscaban las mayores ganancias al menor coste y apenas se preocupaban por medir su huella en el entorno. En el aspecto económico y de gobierno, la corrupción y las corruptelas estaban a la orden del día, con muchas menos exigencias de transparencia y rendición de cuentas que en la actualidad. Por otra parte, nadie se planteaba realizar controles del cumplimiento de derechos humanos hasta analizar en detalle los últimos eslabones de la cadena de valor, incluso en las subcontrataciones de los proveedores, como está ocurriendo hoy en día tras la presión y las crisis de reputación vividas por muchas grandes marcas.

Ahora, en la época del compliance y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, aunque aún queda mucho camino por recorrer, es impensable defender discursos como el de Milton Friedman en el New York Times en 1970, donde en un artículo aseguraba que la única responsabilidad social de las empresas era incrementar sus beneficios. Sin embargo la concienciación y la legislación, que avanzan en las dimensiones ambiental, económica y de derechos humanos, se encuentran con un polémico muro: el de la comunicación y la fina línea existente entre la libertad de expresión y la desinformación.

Nos estamos acostumbrando a hablar de fake news, factchecking o clickbait, que traducido no son más que los bulos, contrastar la información y la obsesión por obtener clicks. Muy recientemente en España empiezan a surgir iniciativas como Maldito Bulo o Newtral, fundadas por periodistas que se organizan para desmentir datos falsos y destapar manipulaciones ya no de publicaciones digitales poco serias o de memes virales, sino de medios de comunicación supuestamente serios y de representantes políticos que mienten y manipulan descaradamente, dejando al público desamparado y huérfano de referencias reales en las que confiar. Pero ¿cómo se legisla para controlar la información sin que eso suponga cercenar la libertad de expresión? ¿Quién le pone el cascabel al gato? Las iniciativas periodísticas antes citadas son un ejemplo loable pero no llegan: traen a mi mente la sensación de impotencia de aquel día en el que fuimos a limpiar parte de las rocas manchadas con el fuel del Prestige con un estropajo.

En este amplio debate de difícil solución, en el que evidentemente la responsabilidad principal es siempre de quien emite la información, quiero reducir ahora el foco y empezar a hablar de responsabilidad social en la comunicación corporativa. Porque las empresas, entidades e instituciones deben empezar a exigirla y a autoexigírsela para que algo se mueva. Y en este punto voy a detenerme en la publicidad programática y en concreto en el RTB (real time bidding). Aunque en España su ritmo de crecimiento es mucho menor que en otros países europeos, lo cierto es que no deja de crecer.

La publicidad programática es un procedimiento semi-automático para la compra venta de publicidad online a través de subastas o pujas en tiempo real. La empresa paga por alcanzar a los consumidores a los que se quiere llegar, en el mejor momento y de la forma más efectiva a través de algoritmos de segmentación, pero no sabe exactamente dónde va a salir su publicidad. Ni en qué medio ni al lado de qué contenido, sino en el lugar que tenga más impacto para su marca. Este sistema que suena tan bien hace que los medios y páginas web libren una lucha sin cuartel para obtener el mayor número de clicks y audiencia, y de este modo ganar también la carrera de la publicidad. El coste es alto: la calidad y la veracidad de la información pasan a un segundo plano en favor del titular llamativo y las fake news.

Es hora de preguntarse si, más allá de una regulación compleja, cada uno de nosotros, así como las empresas y las entidades públicas y privadas tenemos una responsabilidad social individual para garantizar una información veraz, una comunicación socialmente responsable y una publicidad sostenible. De lo contrario, si nadie le pone freno, caminaremos hacia una sociedad manipulada a base de algoritmos.

Puede que todo empiece a moverse cuando algunas de las grandes empresas se vean envueltas en crisis de reputación porque su publicidad acaba saliendo junto a imágenes o informaciones negativas para su imagen, como ya ha sucedido en varias ocasiones. Eso es lo que pasó en el ámbito medioambiental, económico o de derechos humanos. Las cosas no empezaron a analizarse en serio hasta que estallaron sonados casos de corrupción o escándalos como el Rana Plaza en Bangladesh. Puede que si hablamos de responsabilidad social e implicación de las empresas o instituciones también en lo relacionado con el derecho a una información veraz y una comunicación ética, suene de fondo un “es lo que nos faltaba”. Parecido a lo que exclamaba Friedman en su artículo de 1970.

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